Un día un bigote y una perilla pusieron su acción a trabajar y se fijaron en una rana que descansaba encima de un nenúfar gigante. La rana croaba de vez en cuando ajena en todo momento al acecho a la que estaba sometida por parte del bigote y la perilla. En un momento determinado la rana se vio sorprendida por aquellas dos formas de reunión peluda y sin saber cómo, paso de ser una rana convencional del Amazonas a una rana con bigote y perilla nada convencional del Amazonas. La vida no fue fácil para la rana y no mucho mejor para el bigote y la perilla y así fue que éstos últimos decidieron dejar a la rana y poner de nuevo su acción a trabajar. Viajaron a tierras lejanas llevados por un cálido viento hasta toparse de bruces con una extraña forma. Parecía un árbol pero con las raíces dónde debieran estar las ramas. Un árbol tan extraño cómo su nombre, supieron más tarde que aquella forma era conocida por el nombre de Baobab. Realizaron la misma aproximación al árbol cómo la habían hecho con la rana y cómo había pasado en este último caso, tuvieron éxito. Se sentían felices por su nueva ubicación aunque pronto se cansaron de ésta, el Baobab no se movía y aparentemente no hacía nada así que el bigote y la perilla decidieron partir de nuevo. Reconocían que estas dos experiencias les había ayudado mucho a tomar una importante decisión, la próxima vez que hiciesen una aproximación a cualquier ser, antes estudiarían mejor al elegido y comprobarían si éste era el idóneo o no para sus intereses. Y así fue cómo prosiguieron su hacer por tierras y mares lejanos y exóticos. Toparon con muchos seres, posible elegidos cómo les llamaban el bigote y la perilla, y a todos y cada uno de ellos le encontraron un inconveniente, concluían siempre que a todos les faltaba algo que el bigote o la perilla creían imprescindibles. No querían repetir la experiencia de la rana ni del Baobab aunque pasado un tiempo y después de descartar a tantos, la situación se hizo difícil para ellos. Al fin y al cabo sólo eran pelos reunidos entorno a una máxima que los unía, la unión hace la fuerza. Eran una comunidad, sin duda, pero este conjunto peludo tenía un límite, cómo todas las cosas en la vida, y este límite no era sino que la naturaleza les obligaba a mantenerse unidos o por el contrario, pasado un tiempo, dispersarse y por consiguiente, vagar cada uno de ellos viajar a merced de un viento caprichoso e inestable. El bigote y la perilla se dieron cuenta del apremiante paso del tiempo cuando algunos pelos, algunos de sus iguales, se desprendieron del conjunto y desaparecieron definitivamente pasados unos pocos segundos. La situación era desesperante aunque confiaban en que nada estaba perdido aún. Siguió pasando el tiempo y la existencia del bigote y la perilla llegó a un estado cercano a la vía que lleva directamente hacía la extinción, sus cuatro pelos mal contados hablaban por si solos de su inminente desaparición y aunque ya no confiaban en encontrar nada ni nadie que les pudiese ayudar, aún conservaban algo de esperanza, de esa misma que dicen que es lo último que se pierde. La situación cambió radicalmente cuando un día vieron acercarse a un jovenzuelo, a un chaval, en definitiva, a un joven, de esos mismos que aún no han sido capaces de saborear las deliciosas frutas que nos regala esta vida. Era lampiño cómo sólo lo son los jóvenes con crecimiento hormonal lento. No es raro encontrar un joven así hoy en día aunque siempre resulta extraño saber que un joven con pelo en la mayor parte de su cuerpo aún sea capaz de conservar su rostro ajeno a toda floración peluda. No es infrecuente pero cuanto menos es curioso. Ese día, el bigote y la perilla esperaban agazapados al desprevenido e incauto joven que caminaba libremente por una tierra reflejo de las maravillas del cielo y sin saber cómo ni porqué el joven se encontró, de repente, extraño. Más que extraño, diferente. Algo había cambiado pero por mucho que se indagase no sabía bien que era. Prosiguió su camino y el cielo le siguió enseñando muchas cosas mientras pisaba una tierra del color del mar. Pasó un tiempo y el joven no encontró a nadie por dónde depositó sus huellas aunque en realidad no era eso lo que él buscaba. El joven se sentía dirigido por una fuerza interior que le hacía avanzar hiciese lo que hiciese, pensase lo que pensase y soñase lo que soñase. Era un ser pequeño pero creía firmemente que avanzaba a pasos de gigante. Una mañana llegó a un lago. Estaba en calma y sus aguas cristalinas reflejaban la pureza de las mismas. Decidió beber un poco de aquella agua y justo cuando fue a beber se percató de algo que hasta ahora le había pasado desapercibido. En su rostro había crecido un poblado bigote y una larga y arremolinada perilla sin saber cómo ni porqué. Se miró extrañado y se sorprendió descubrir lo frondosa que eran aquellas matas de pelo de su cara. No entendía cómo no se había dado cuenta, ahora que miraba su reflejo en las claras aguas del lago resultaba obvio y aún así no se había sabido hasta ese justo momento que por fin poseía un bigote y una perilla. Era un sueño hecho realidad. Por otro lado, el bigote y la perilla no cabían de su asombro al comprobar lo acertada que había sido su decisión al saltar sobre aquel joven que caminaba libremente. Comprobaron entusiasmados que rápidamente sus cuatro pelos se tornaron en una masa peluda de dimensiones considerables y tuvieron la certeza que sus comunidades había crecido hasta un número superior nunca visto. Estaban felices de ser tantos y sabían que todo este cambio se lo debían aquel joven que con su devenir en su vida, llena de contrastes y situaciones, había conseguido hacer de ellos, un auténtico y salvaje bigote y una poblada y díscola perilla.
Al joven le gustó su nueva imagen y así siguió caminando libremente por una tierra color mar reflejo de las maravillas del cielo.
Mientras, el bigote y la perilla vivieron unidos y felices junto aquel joven que día a día hacía posible que sus vidas se convirtiesen en una historia digna de relatar, de contar...
y sobretodo, de vivir.
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