Hace muchos años en una
tierra lejana y ahora extinta, había una fragua que creaba caminos y
destinos para todo aquel que lo necesitaba. Su nombre era un secreto
aunque todos conocían a su maestro forjador, Delepho, el viejo
arcano que hacía que esto fuera posible. Delepho, como todos los
arcanos de aquella época, era bajito y caminaba siempre encorvado
como sí todo el peso del mundo recayese en sus pequeñas espaldas.
Sus ojos vivaces y claros hablaban por sí solos y sus manos poseían
la suavidad del recién nacido a pesar de haber vivido más de
setecientos años. Era de carácter afable y bondadoso y nunca se le
había escuchado un reproche o un mal gesto hacía nadie, su vida era
como la vida de un personaje de cuento, como si el futuro para él no
tuviese ningún secreto. Muchos creían que era hijo de la Tierra y
el Sol mientras que otros afirmaban que sus padres eran los
auténticos Dioses que reinaban sobre los vivos en la Tierra. Nadie
sabía a ciencia cierta como había nacido y si alguna vez moriría y
cuando alguien le preguntaba, él simplemente sonreía y respondía
con afables evasivas. No le gustaba hablar de sí mismo como no le
gustaba hablar de los malos tiempos pues él era un creador de
caminos y destinos y para quién no lo sepa aún, los viejos arcanos
como Delepho no viven de pasados ni de recuerdos, simplemente
respiran y esperan, esperan y respiran. Cabe decir que en la época
que nos ocupa su trabajo se había multiplicado por cien mil ya que
los hombres vivían en una insatisfacción permanente y nada de lo
que recibían les parecía bien. Hacía centenares de años que
Delepho había impuesto una norma que no se saltaba jamás, una
persona solo podía acceder a él dos veces en vida, solo le podría
ofrecer dos destinos o caminos diferentes al que por vida le había
sido asignado. Hubo gente que no lo entendió y profirió sobre él
los más graves insultos y amenazas pero el viejo arcano sabía que
esto no era suficiente para hacerle cambiar de opinión. Delepho
sabía que por mucho que algunos se quejasen amargamente de su suerte
él no iba a cambiar su norma. La fragua actuaba de acuerdo a los
designios del peticionario y él simplemente cumplía con su
cometido, el fuego hacía el resto. Nada se sabía del proceso en sí
y aunque muchos intentaron averiguarlo nadie consiguió saber ni el
más mínimo detalle. Delepho era un ser inteligente y sabía
perfectamente que el poder de la fragua no debía ser conocido por
nadie más que por él. Hacía centenares de años que esperaba al
que lo tendría que sustituir pero éste nunca llegaba, esto no
desanimaba a Delepho porque bien sabía que su maestro había tardado
mil años en encontrar a alguien para traspasar el conocimiento y el
poder de la fragua. A veces se sentía muy viejo mientras que otras
veces era como un joven aprendiz enfrascado en un mundo nuevo lleno
de oportunidades y secretos a descubrir. Las personas que acudían a
él solían ser en su mayoría individuos a los que la vida no los
había tratado bien aunque había unos pocos que simplemente venían,
a pesar de poseer todo lo necesario para ser felices, por el simple
hecho de cambiar. Delepho conocía bien el espíritu humano y sabía
con certeza de su inconformismo vital. Nadie estaba de acuerdo con lo
que tenía y siempre anhelaba algo más, unos deseaban más poder,
otros más riqueza, otros más tiempo de vida y finalmente otros, los
menos, deseaban todo lo anterior a la vez. Él por su parte vivía de
un modo austero y sin ningún tipo de lujo, era de la creencia que
cuando menos se tiene más se posee. Cabría decir que solo había
una cosa que le encantaba tener a todas horas pero que no siempre se
cumplía y esto era a sus amados ruiseñores. Le maravillaba su canto
y su vuelo, su forma y su plumaje y en ellos encontraba la única
cosa que deseaba aunque nunca pensó en enjaularlos ni tan siquiera
para satisfacer lo que tanto anhelaba. Ellos entraban y salían de su
casa como huéspedes que vienen de visita y tan pronto te acostumbras
a ellos ya se tienen que ir. Se sentía un poco cansado con su
trabajo las temporadas que ninguno de ellos le hacía una visita pero
se reconfortaba con la idea que tarde o temprano volverían a
visitarlo y que con ellos sus ganas y su alegría crecerían de
nuevo. Delepho no sabía de dónde provenía este amor por los
ruiseñores pero la verdad es que desde que tenía recuerdos éstos
siempre habían sido su más preciado deseo. El suyo no era un deseo
comparable con los deseos de las personas que lo visitaban, el suyo
era un deseo excelso que respetaba la verdadera libertad del otro, la
verdadera esencia del ruiseñor y que no interfería en su vida ni en
sus actos. A veces se preguntaba si no podría transformarse en
ruiseñor y volar a cielo abierto como hacían ellos, si aquel nuevo
destino no le depararía más alegrías que su vida actual pero en el
fondo de su corazón sabía que no sería así, su sitio estaba en
aquella fragua de caminos y destinos, su lugar en este mundo arcano
residía cerca de aquel fuego que era capaz de transformar una vida,
cien vidas, mil vidas y cómo no, millones de vidas. Él era Delepho,
el viejo arcano, y eso le hacía feliz. Su carácter bondadoso y
afable lo hacían único en un mudo dónde los deseos podían más
que la voluntad, en un mundo dónde la injusticia y los atropellos
estaban a la orden del día, en un mundo dónde, y eso era lo más
terrible de todo, nadie se estremecía ni hacía nada por el llanto
de los infantes. Era un mundo duro, él bien lo sabía, pues llevaba
centenares de años en una tierra cuya historia no cambiaba a pesar
de su existencia. Recordaba que cuando se hizo poseedor del poder de
la fragua de caminos y destinos pensaba que podría cambiar el mundo
cambiando las personas pero poco después comprobó que esto no sería
posible, pocos muy pocos había acudido a él en busca de un cambio
en beneficio de la mayoría muy al contrario, la mayoría acudía a
él en busca de un beneficio propio, de su propia leyenda personal
sin importar lo que acuciaba a sus congéneres. No sentía pena ni
rabia, no sentía dolor ni amargura ante este hecho porque
simplemente conocía la naturaleza humana y sabía que por mucho que
cambiase el mundo, los hombres seguirían siendo iguales aunque
pasasen eones y aunque hubiese millones de Delepho. Esta aterradora
realidad no mermaba el ánimo del viejo arcano aunque sí que suponía
un incremento en su trabajo, las personas que acudían no siempre
podían ser atendidas con la brevedad que requerían y muchos de
ellos se enfrascaron en luchas por conseguir la mejor posición
respecto a él y a su fragua de caminos y destinos pero lo que no
sabían éstos es que existía otra norma de obligado cumplimiento,
aunque ésta no la hubiese creado Delepho sino su maestro, y era que
si alguien entraba en los dominios de la fragua y mataba, agredía o
ultrajaba a otro semejante su nuevo destino se vería reducido
proporcionalmente al dolor y sufrimiento que había infligido. Hubo
muchos que aprendieron esta norma mientras que otros, por soberbia,
por orgullo o por cualquier otra razón, creían que estaban exentos
de ella y seguían haciendo tropelías en los dominios de la fragua
de caminos y destinos. Delepho sabía bien que por mucho que las
normas fueran conocidas desde hacía generaciones siempre había un
número de personas que se creían que podían no respetarlas, que se
pensaban que las normas no estaban hechas para ellos y se equivocaban
pues a diferencia del resto de la tierra, en los dominios de la
fragua, las normas de los viejos arcanos eran ley. Una ley
inquebrantable y poderosa, una ley de obligado cumplimiento para todo
ser vivo que se adentraba en esa tierra lejana dónde el viejo arcano
era Dios y el fuego de la fragua su auténtico poder.
En una tierra lejana vivía
Delepho, un viejo y encorvado arcano, creador de caminos y destinos a
través del fuego de su fragua. En una tierra lejana vivía un ser
bondadoso y afable, amante de los ruiseñores y de su canto. En una
tierra lejana vivía alguien que...