Deódalo navega en la forma que emana de sacar un dedo de un
dedal. No es agua lo que sustenta su presencia e inunda su esencia
mientras surca, en lo más ínfimo del sentimiento, una realidad sin
precedentes ni porvenir. Deódalo agradece las caricias húmedas del
viento en su cara mientras sus ojos se diluyen en el horizonte. No
esta presente en el dedal ni en la forma que ha dejado el dedo
porque ahora se siente parte de ese ínfimo sentimiento de realidad
sin precedentes ni porvenir. Su mirada no miente. Y Deódalo
navega, surca los mares de los mares y aún así, todo existe en un
dedal. El horizonte, el fondo, la forma, todo existe en el superlativo
espacio que ocupa un dedal. Y el viento ayuda a avanzar. Y
Deódalo sigue ausente en el más allá mientras los susurros de las
olas acarician su viejo cascarón y le hablan de leyendas y besos, de
delirio y razón. No es capaz de pensar pues su pensamiento, al igual
que un viejo mueble, hace tiempo que se mudó, buscó un lugar
lejos de un dedal y de una realidad sin precedentes ni porvenir.
Deódalo no lo echa de menos, sobraba, se dice pero matiza, en lo
etéreo no sobra nada. Deódalo vuelve a esta consecución de
aconteceres y comprueba lo inmenso que es su particular e
inexplorado mar con forma y fondo definido y de la grandaria de
un dedal. Confía que el viento hará algo bueno para él, siempre que
navega contra el viento le pasan cosas buenas. Y sin pensar se
acuerda de aquella vez, en los mares de la Costa, que fue un viento
en su contra y de descomunal fuerza, lo que le ayudó a encontrar
su viejo cascarón. Este paquebote reformado y reparado que ahora
le esta permitiendo surcar...
… una realidad sin precedentes ni porvenir en lo más ínfimo del
sentimiento.
Deódalo,
hijo de Celesthia y Avisx,
marino de leyenda.