Siempre que puedo



Siempre que podía me escapaba al Jardín. Después de cumplir mis obligaciones y asegurarme que no había nadie más, entraba sigilosamente y paseaba por él admirando sus árboles, sus flores y las hierbas que allí crecían de un modo exquisito y delicado. El Jardín era un claro ejemplo de Jardín inglés en toda regla y era justamente este hecho lo que lo hacía que fuese tan especial. Esto y ser mi padre el creador de ese vergel, en medio de esta campiña salvaje que son las tierras que nos circundan, me complacía de sobremanera. Mi padre era el jardinero jefe en el castillo de Sir William Blake, tan sólo era una de las centenares de posesiones que tenía el aristócrata. Mi padre estaba muy agradecido a Sir Williams porque había confiado plenamente en él a la hora de crear un hermoso Jardín dónde antes sólo había ciénagas y malas hierbas. Era un espacio dónde, para mí, el tiempo no existía y los momentos que disfrutaba entre los intensos aromas y las coloridas flores, eran momentos de felicidad dentro de la dura rutina que significaba mi trabajo diario. No iba a la escuela y ayudaba en casa en todo lo que mis padres me ordenaban y si había trabajo en el Castillo, me obligaban a dar de comer a nuestros animales, buscar leña o cualquier tarea que se precisase. Mi vida era dura por tener tan sólo nueve años, pero vivir al lado de aquel Jardín me hacía feliz y hacía que las asperezas de la vida diaria fuesen más llevaderas. Había dos momentos ideales para pasear tranquilamente por el Jardín, uno era el mediodía, cuando la calor apretaba más y todos los demás se refugiaban en las dependencias del Castillo y otra era, a medianoche cuando el silencio reinante transformaba aquel Jardín en un lugar mágico. En esos momentos, al mediodía y a medianoche, siempre tenía la misma sensación, sentía que no era un niño de nueve años, hijo de un jardinero y una ama de llaves que vivía alejado de todo, en esos momentos me embargaba una sensación de paz y tranquilidad que junto a toda la belleza que me rodeaba hacían que por momentos mi vida fuese un cuento de hadas. Me imaginaba que era el señor del castillo, que entre aquellos árboles, flores y hierbas aromáticas me batía en duelo contra un adversario invisible en defensa del honor de una hermosa dama, me creía un valiente rey que dominaba con infalible justicia extensas tierras desde el Jardín. Eran momentos dónde el Jardín, mi imaginación y los sueños de un niño de nueve años se entremezclaban en busca de su propia realidad.

Ahora recuerdo aquello cómo si fuera el principio de muchas cosas. Aquel Jardín fue lo más bonito de mi infancia y fue el inicio de mi interés por diversas materias que la vida, en ese Castillo alejado de cualquier concentración humana importante, no podía satisfacer.

Me fui pero el Jardín nunca me abandonó.

Hasta el día de hoy todos los árboles, las flores y las hierbas con sus aromas y sus colores se mantienen intactos.

Espléndido y majestuoso ha seguido creciendo en mi interior...

… y siempre que puedo, me escapo a mi Jardín.


 


El auténtico conocimiento es conocer la extensión de la propia ignorancia”
(Confucio)



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