Siempre que ella empezaba a gritar, me escondía. Sentía miedo, un miedo que me paralizaba y no me dejaba reaccionar. Cuando ella me ponía la mano encima yo ni me movía y recibía el dolor producido por los golpes en silencio. En esos momentos me refugiaba en un mundo interior dónde ella no existía, dónde ella no me podía hacer daño y yo estaba a salvo. No sabía qué hacía mal para que mi madre me propinase semejantes palizas. Acaso no hago todo lo que me pide, acaso no soy un buen hijo, me repetía mientras me recuperaba de la última ración de golpes. Las marcas moradas por todo mi cuerpo me mostraban la respuesta que me negaba a creer. Y si mi madre ya no me quiere, me preguntaba angustiado, que será de mí sin ella, a dónde iré, quién seré, pero éstas y otras preguntas sólo me sumían en un mundo de sombras y temores. Desde que empezó a pegarme mi relación con los demás cambió, dejé de ser aquel niño divertido para convertirme en el ausente presente, nada me complacía, nada me emocionaba porque tan sólo pensaba si mi madre iba a estar borracha o no cuando llegase a casa. En la escuela varios profesores quisieron hablar conmigo pero yo no quise, aquello me incomodaba y no deseaba que nadie se enterará, no quería que sintiesen pena por mí así que no les dije nada de lo que me estaba ocurriendo. Fui creciendo y las palizas fueron en aumento aunque no eran tan severas ni dejaban tantas secuelas cómo antes. Ella seguía bebiendo y seguía en sus trece, siempre decía a modo de sentencia que la vida era una mierda y vivir era una mierda mayor. Me lo repetía agarrándome de los brazos y mirándome a los ojos para que no olvidará nunca sus palabras, éstas palabras, me decía cada día, son la única verdad que existe en el mundo. A mí me costaba creerlo porque sabía que las madres de mis compañeros de escuela no eran cómo la mía, ellas transmitían su amor hacía sus hijos de una forma abierta y explícita, sin temores y de un modo natural. No creía que fuese tan difícil criar a un niño sin tener que pegarle palizas día si día también por eso me resistía a creer lo que mi madre me intentaba inculcar. Sus palabras que siempre olían a alcohol y tabaco y sus manos huesudas y amarillentas intentaban hacerme ver una realidad que yo no era capaz de ver. De pequeño me llegué a culpar de ello pero mientras fui creciendo comprendí que mi madre vivía lejos de la realidad que la circundaba. Vivía ajena a la vida y quería lo mismo para mí, era un deseo demasiado funesto para deseárselo a un hijo. Las palizas acabaron el día que me fui de casa, aún no era mayor de edad pero con lo que había aprendido en la escuela y lo que había aprendido sólo me decidí. Me dirigí a otra ciudad y las cosas fueron mejorando rápidamente. Tuve suerte en encontrar personas que me ayudaron sin preguntar y tuve coraje para tirar hacía delante y demostrar a esas mismas personas que yo no creía que el mundo fuera una mierda ni que vivir fuera una mierda mayor.
Ella me hablaba de una oscuridad que nacía en el interior de las personas y que iba creciendo y creciendo hasta destruirlos, yo no lo creía así. Sentía en mi interior una luz y no podía entender cómo era posible que aquello fuese malo.
Ahora creo haber entendido algo, no es que haya blanco o negro, luces o sombras en el interior de las personas, tan sólo es una cuestión de actitud y posición respecto a la vida. Mi madre dio la espalda a la vida y ya no fue capaz de ver su luz ni sus colores, yo, en cambio, decidí, a pesar de una vida llena de golpes, ver la vida de cara con sus luces y sus sombras y dejar que todo aquello que me conformaba y que se almacenaba en mi interior saliese y se manifestase. Quise hacerlo y lo hice.
Cada año, el día de su cumpleaños, me dirijo al mar. Allí lanzo al agua una flor y una piedra. Lo hago para recordar a mi madre, una piedra cómo símbolo de la dureza que fue mi vida con ella y una flor cómo símbolo de la vida que me dio.
Es mi pequeño homenaje a una mujer que no supo o no quiso...
… de parte de un niño que la quiso y no supo ayudarla.
Educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres.
Pitágoras